El Guggenheim Bilbao es sin ningún género de dudas la obra arquitectónica más trascendente y revolucionaria de los últimos diez años, y no sólo por su complejidad formal. La sinergia del ‘efecto Guggenheim’ generó una nueva percepción del poder de la arquitectura como artefacto estratégico para constituir expresión global de prestigio y poder, no sólo para los comitentes sino para el propio arquitecto. Pero allí en el territorio de la idolatría al nombre del arquitecto –territorio que fue transformado por las connotaciones que se crearon en torno al suyo propio a raíz de ese edificio-, el colosal Frank Gehry se ha erigido como el puente que ha unido la cultura arquitectónica y la cultura popular en la era del espectáculo mediático y globalizado. En ese territorio -donde otros arquitectos-estrella se han esmerado en obtener prestigio y aclamación de las masas tratando simultáneamente de mantener la admiración de sus pares e intelectuales valiéndose de discursos crípticos y afectados con los que purgar ante ellas sus imágenes y ambiciones de best-seller y preservar su elitismo- Gehry ha planteado la conversión del arquitecto en un híbrido entre creador, negociador y figura mediática y evidenció, desde la reivindicación desacomplejada de esa nueva catedral como un producto de marketing, que la buena arquitectura no se opone ni se debilita ante la respuesta al hecho popular.
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