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El enigma Darwin

Por Joseba Macías
Para Gara

Probablemente Charles Darwin existió y este 12 de febrero se cumplan doscientos años de su nacimiento. Diecisiete libros propios y la historia de la condición humana parecen certificarlo, aunque una teoría tan racional y científica como la de la evolución de las especies haya estado sometida desde su formulación por el naturalista inglés al somatén de una teología cristiana esencialmente mítica, dogmática, manipuladora y fantasiosa.



El efecto es tangible: hoy en Estados Unidos, por ejemplo, cerca de un 50% de la población niega la posibilidad de que las especies evolucionen dando origen a otras bajo la presión de determinados condicionamientos (encuesta Gallup). Para ellos, básicamente, la tierra y cada ser vivo que existe proviene de un acto de creación de un supuesto ser divino de acuerdo a sus propósitos y necesidades. Una postura comprensible en función de una particular cosmogonía ligada a la fe y su supeditación a un dios supremo.

El conflicto surge cuando un debate esencialmente filosófico-religioso contamina la educación, la biología, la lingüística y el resto de las ciencias del ser humano. El creacionismo se convierte de esta manera en una doctrina de la manipulación totalizadora que extiende sus tentáculos a la vida social en su conjunto, una teoría de la conspiración contra la libertad de pensamiento sustentada en el fundamentalismo más extremo.

Sólo así puede entenderse la extensión de esta creencia, elevada a la categoría de ciencia, entre buena parte de los estudiantes de las universidades de perfil medio norteamericanas. Centenares de miles de adeptos acríticos a los postulados del movimiento creacionista reconverti- do a mediados de los años ochenta del pasado siglo XX en el llamado «Diseño Inteligente» que, bajo supuestos postulados académicos, trataría de establecer un puente entre ciencia y fe con argumentos aparentemente novedosos: «Los sistemas de complejidad irreductible de algunos organismos son en última instancia resultado de un diseño inteligente»... Ardua y vana tarea, por mucho que se hayan empeñado en la misma determinados «consejos de educación» de estados como Kansas, Mississippi, Arkansas, Minnesota, Ohio o Nuevo México, defensores a ultranza de la incorporación educativa del creacionismo en el área de ciencias con el apoyo activo del republicanismo político.

Frente al peso de la autoridad, la tradición y la revelación, pongamos el énfasis en el mundo científico asumido como instrumento y no como fin. Darwin lo hizo y en su viaje de cinco años alrededor del mundo en el barco Beagle adquirió los argumentos empíricos necesarios para la elaboración de una teoría que, ya perfilada por otros autores anteriores, llegaría a trastocar un mundo totalmente sujeto al universo de los mitos creando una perspectiva revolucionaria a nivel multidisciplinar. El tiempo ha venido a confirmar la esencia de un pensamiento sustancialmente explicado en obras tan esenciales como «El origen de las especies» o «El origen del hombre» que, simplemente, se limitan a tratar de comprender el mundo en función de nuestra capacidad como seres humanos. Punto.

Y ahora que en plena crisis socioeconómica resurgen también entre nosotros voces que hablan de rechazos y xenofobias, de retornos a cosmovisiones salvadoras y de revisionismos místicos, reivindicar la figura de este viejecito de barba blanca y con sombrero que nos observa con cierta perplejidad en el tiempo y la distancia es un simple ejercicio de higiene mental.

Algo parecido a lo que él hiciera en aquella metafórica y maravillosa obra titulada «La fecundación de las orquídeas» en la que hace casi dos siglos quiso demostrar simplemente que la irresistible belleza de estas flores, consideradas por aquel entonces como la obra más sublime y directa de la mano de Dios, también podía explicarse como el resultado de una suma de adaptaciones evolutivas. Ni más ni menos.



El Origen de las Especies (texto completo en Internet)

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