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Un medio de transporte que no solo transporta

Por Jesus Carlos "el negro" Soto Morfín
En su blog: El Alumbrado


Efectivamente, la bicicleta es un medio de transporte, al igual que el automóvil y otros, y es algo tan sencillo como eso. El problema es cada medio hará de una ciudad y de su modus vivendi algo muy distinto.

Podríamos pensar cada medio de transporte como una manera de apropiarse del conjunto de relaciones que desarrollan el ser de la ciudad. Esta apropiación es más bien como un soporte o punto de apoyo, a partir del cual un individuo puede hacer uso de su sensibilidad y captar el conjunto cósmico que le envuelve. Digamos que estos medios de transporte son como un terruño de tierra o una isla que flota en el océano (hay unas islas especiales que no están “enraizadas” a la superficie terrestre).


foto robada de pedestre

Pues bien, cuando ocurre el cambio de paradigma del automóvil como medio privilegiado de transporte a la bicicleta como medio “alternativo” de transporte, se vuelve visible que la ciudad tiene unas dimensiones nunca antes reconocidas. Contra la lógica de la evidencia, hay distancias que pensábamos eran más “largas” pero que al recorrerlas en bicicleta nos parecen más “cortas”. Y no sólo se trata de la proporción espacial, sino de su inseparable experiencia temporal. Es más rápido en condiciones de tráfico cubrir ciertas distancias en bicicleta. De pronto se nos descubre el universo de la proximidad.

El efecto inverso también es típico y es causa del pretexto más común para evitar el uso de la bicicleta. Las distancias entre ciertos puntos son inmensas y el rendimiento del cuerpo no permitiría cubrirlas sin un saldo grave de agotamiento y de pérdida de tiempo.

Hasta aquí reflexiones muy básicas. La situación se vuelve compleja cuando nos preguntamos, ¿quién decide cuáles son y dónde colocar los lugares de interés colectivos y quién decide los trayectos entre ellos? Podríamos decir, ingenuamente, que nosotros valoramos ciertos puntos y que por lo tanto es nuestra voluntad la que determina la necesidad de ir o no ir a tales o cuales. Esto es muy cierto pero no estamos tomando en cuenta la complicación de que la ciudad es también un centro atractor de intereses comerciales donde se desenvuelve un “mercado”.

Dicho lo anterior, podemos asegurar que la ciudad es un terreno polémico donde distintas fuerzas lucharán por situar el interés de los habitantes en tal o cual lugar. Ya sean los centros comerciales, las escuelas, los hospitales, los parques, las maquilas, los centros de operación, los condominios, los antros, los bares, las plazas, las casas, los supermercados, zoológicos...Todos ellos están condimentados por 1) el interés que unos ponen en atraer a otros y 2) por el interés que unos mismos poseen por sus necesidades o gustos personales.

Lo polémico del asunto está en que no todos pueden tomar las primeras decisiones. No todos pueden decidir qué lugares son los interesantes y en dónde colocar los centros de trabajo. Además no todos hemos tenido la claridad para definir nuestros propios intereses. En parte porque las cosas ya estaban ahí cuando llegamos, son antiguas, pero en muy gran medida porque deciden quienes acaparan el potencial económico de la ciudad y tienen el potencial para influir en las políticas públicas. Con dinero se compra el permiso para poseer tal o cual lote, para comprar al funcionario x y obtener permiso para invadir el bosque o reducir el parque o abrir paso a una nueva avenida o un nuevo centro comercial.

La ciudad no esta construida por los ciudadanos sino por unos cuantos, ciudadanos algunos y otros no (corporativos que no padecerán las condiciones de vida de la ciudad, pues no respiran), pero que tienen los elementos necesarios para tomar decisiones por el resto. Si bien esta reflexión pudiera ser calificada de extremista o maniquea, al menos señala que la ciudad no es para todos, o no aún y que lejos de valorarla como el medio de vida por excelencia, hay que pensarla como problemática y monstruosa, pero que bien podría ser más incluyente y más responsable con el mundo que deteriora (ríos, bosques, flora y fauna y la salud de los humanos que depende de todo ello). Y muy probablemente así podría suceder si la ciudad fuera dirigida y elaborada por una ciudadanía educada para ello, no atenazada por el rigor de la ley sino potenciada por la creatividad de darse la propia ley de manera constante y activa. Tan solo admitamos que podríamos construir centros de vida que incluyan vivienda, esparcimiento, educación y trabajo en condiciones de proximidad y que nuestros viajes largos serían para ir de un centro a otro.

La bicicleta es tan sólo un medio de transporte, pero uno que ayuda a percibir con mayor claridad lo complicado de vivir en una ciudad que no ha sido diseñada para todos, que no es disfrutable por todos y que no esta pensada para ser recorrida a conveniencia.

La bicicleta evidencia que la ciudad está en gran medida determinada por unos cuantos que hoy deciden por nosotros la distancia que habremos de recorrer para ir a trabajar, a estudiar o a conseguir comida. Ellos no cubren los gastos de gasolina, ni mucho menos el estrés del tráfico y mucho menos los peligros de los accidentes. Ellos no piensan que el trayecto debería ser agradable o divertido, ellos piensan que debería ser cubierto rápidamente para tener manos a la obra sin perder dinero. Ellos no quieren saber de los hijos atropellados ni de las mamás molestas que regañarán a los hijos camino a casa porque el tráfico y el calor son insoportables. Ellos no quieren saber si mañana moriremos de enfermedades aún no catalogadas por la ciencia como producto de una vida infeliz, apresurada, esclavizada, estresada. Ellos solo quieren ganar y lo están haciendo.

Si, la bicicleta es un transporte alternativo. Porque alternativo quiere decir que no es convencional, que no es lo que dicta la norma, sino que quiere ir más allá de la norma o más acá de ella, en donde las normas se fabrican con imaginación, por cualquier hombre o mujer, en la plenitud de la posesión de su vida, en la libertad de disfrutar un mundo que sólo se vuelve patente cuando es experimentado y no cuando es pensado o criticado o juzgado con duras palabras.

Si quienes promocionan hoy el uso de la bicicleta aparecen bajo el papel de mimos, de payazos, de hippies, es quizá por la manía de una sociedad a catalogar e identificar patrones de comportamiento ajenos a los suyos, por una inmadurez social incapaz de valorar la diferencia como un éxito cultural o por la ceguera y el embrutecimiento que un programa carcelario de vida nos ha obligado a repetir infinitamente hasta que la muerte nos separe. ¿Qué más da si es un hippie o un hombre elegantemente vestido el que toma la calle? ¿No es más que eso? ¿No es un otro que como yo toma decisiones y puede aventurarse en la vida y disfrutar de ella?

Finalmente, la bicicleta no sólo nos transporta, también nos ancla. Y nos ancla en la irrenunciable pregunta que debiéramos hacer cada día, ¿vale o no la pena vivir en estas condiciones? y ¿puedo ser sujeto de cambio o sólo un parásito obligado a transitar los caminos que no construí?

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