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Densa y dispersa




La idea de la modernidad suburbana logró en 60 años consolidarse en el subconsciente aspiracional las personas en las sociedades occidentales, los tapatíos no somos la excepción. Pareciera que el sueño individual de vida se reduce a obtener la seguridad que brinda; una propiedad en las afueras de la ciudad; un par de autos, preferentemente SUV’s; un jardín grande con un par de perros corriendo y el retrato de familia tradicional tan promovido por la cultura norteamericana durante los años cincuenta.

Los desarrolladores inmobiliarios han sabido capitalizar esta aspiración. Bastan un par de jardines, una alberca y una “casa club”; que permanecerán vacíos la mayor parte del tiempo; para crear un producto vendible que puede sobrepasar un incremento del 10,000 por ciento del costo original del terreno rural. Los esquemas actuales de inversión y los planes de desarrollo que agregan constantemente reservas urbanas favorecen la especulación y la expansión horizontal de la ciudad. Los desarrolladores solo crean el producto que les ofrece rentabilidad.

Nadie avisa a los potenciales compradores de la serie de desventajas que el proceso de aislamiento implica o de la dependencia en el uso del automóvil que desarrollarán por la distancia que tendrán que recorrer todos los días para llevar niños a la escuela, para ir al trabajo o las dificultades para realizar actividades tan simples como conseguir un litro de leche. La supuesta vida tranquila que ofrecen los cotos suburbanos suele convertirse en una vida de prisa constante por llegar a todas partes.

La dispersión de la ciudad trae consecuencias negativas para la mayoría de los habitantes. Obliga a expandir servicios y a asumir el costo que representa: líneas de agua, drenaje, energía y nuevas calles se van ampliando indefinidamente, los trayectos en automóvil aumentan tanto en cantidad, como en longitud, y por lo tanto, aumenta la congestión vehicular y la contaminación atmosférica que producen. La demanda que producen los automóviles, estimula la inversión en infraestructura vehicular que a su vez atraerá nuevos viajes en auto. En la mayoría de los casos, a costa de la reducción de espacio público, de áreas verdes o de espacios de valor patrimonial. Las calles de la ciudad se convierten paulatinamente en espacios difíciles de habitar, incómodos e inseguros.

Vivir en zonas céntricas, en cambio, exige una relación más constante con los vecinos, requiere más tolerancia y el respeto de valores democráticos y de convivencia. Asumir una vida urbana más cercana a la comunidad, con todas las incomodidades que se le puedan encontrar desde los mitos construidos por la modernidad, implica justo la razón de ser de la ciudad: la comunicación entre semejantes. Comunicación que favorece desde la inteligencia colectiva y el fortalecimiento de rasgos culturales de identidad, hasta el desarrollo de economías locales que a largo plazo son las que generan mayor riqueza. El habitante de un barrio céntrico consigue con mucho menos dinero una mayor calidad de vida, producto, de la cercanía de servicios que le ofrece la ciudad, de la interacción constante con otros y de la disposición de tiempo libre. Suele ser mucho más exigente y participativo ante sus gobiernos, es más consciente de la necesidad de profundizar en la construcción de una democracia real que nos resuelva las problemáticas urbanas y suele contaminar mucho menos.

Ahora: ¿Cómo llevamos a más gente a vivir en zonas céntricas? ¿Cómo logramos que el interés de desarrolladores de vivienda se centre en proyectos al interior de la ciudad? ¿Cómo frenamos la expansión sin sentido sobre el territorio natural? y ¿Cómo logramos una ciudad más densa y compacta que simplifique el ofrecimiento de servicios urbanos, que mejore la calidad de vida de las personas y que sirva de escenario para la construcción de modelos más democráticos en el futuro? Esa es la cuestión.


Originalmente publicado en Milenio Jalisco

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