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Un día normal




Nada anuncia más lo normal de un día, que el tráfico congestionado en las avenidas de la ciudad. A vuelta de rueda, millones de automovilistas intentan llegar a su destino soñando la posibilidad de pasar unos sobre otros. La escena diaria es sonorizada por una orquesta de motores, cláxones y algún auto estéreo excedido de volumen por alguien que, falsamente, se creyó capaz de escapar al caos.

Pero siempre hay una vía paralela.

Para algunos, dejar el auto en la cochera y aventurarse a realizar el recorrido diario habitual montado en una bicicleta, sigue siendo un acto de heroísmo. Un acto invariablemente ejecutado por alguna persona idealista, que seguro busca dejar de ser parte del problema y está dispuesta, incluso, a arriesgar la vida propia; para, ingenuamente, intentar salvar al mundo. Pero hay un secreto oculto compartido por aquellos que han transformado hábitos y tomado la bici como principal medio de transporte: no lo es.

A solo un par de cuadras de cualquier avenida, una calle tranquila; por donde no pasan autobuses, con buena sombra, pocos baches y un relativo silencio; ha sido seleccionada por la experiencia de ciclistas habituales. Ahí, el recorrido lento y pacifico de la bicicleta es mucho más rápido que la velocidad estancada de las autopistas. Al ritmo de cualquier pedaleo es posible distinguir, de entre las escalas de grises, los colores que conforman la ciudad. La interacción sutil con la vida diaria de otros, hace que la experiencia tenga una dosis de placer sublime inexplicable.

Ningún heroísmo. Qué mundo, ni que nada. Sépase de una buena vez: los ciclistas andan en bici por mero placer. Por el afán de sentir el pavimento bajo los pies, de oler cada jardín y cada puesto de comida que tortura en las horas de hambre, de ver la cara de los transeúntes y de recibir la dosis diaria de endorfinas que la vida en auto no ofrece.

Un señor que pedalea un pesado triciclo con todo lo necesario para preparar raspados de sabores es rebasado por un joven arrogante que conduce una ligerísima bicicleta de piñón fijo; en su camino, se cruzan dos chamacas sonrientes, que sepa Dios que tanto cargan en las alforjas de sus bicis; un tipo en una plegable ha olvidado la prisa y va arriesgando la vida por irse fijando en las copas de los árboles; otro par de ciclistas aparecen a la vuelta de la esquina. Lo único cierto, es que cada vez hay más por todas partes. Aquella, aún minoría, que se ha dado la oportunidad de sentir el viento en la cara a bordo de una bicicleta ha decidido seguir. Y cada vez hay más, y más adictos a imprimirle la velocidad a la vida, que otorga la lentitud de la bicicleta.

Ya que los ciclistas vean la ciudad con otros ojos; después de sentir la ausencia de árboles, los desperfectos del suelo, el mal estado de las banquetas y el olor del escape del autobús; es otra historia. Ya que los ciclistas se conviertan, casi en automático, en vigilantes autonombrados de la ciudad, es harina de otro costal. Ya que les surja el deseo de transformar todo y que se activen y que se organicen y que hagan política, pues, pertenece a otro cuento. Uno que solo podrá entender aquel que decida dejar el auto en casa y tome una bicicleta para realizar sus movimientos habituales en un día normal.


Originalmente publicado por la columna "La tuya en bicicleta" del suplemento cultural "Tapatío" del Informador.

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