Hagamos un ejercicio imaginario. Imaginemos que tiempo atrás alguno
de nuestros brillantes políticos encontró la solución al problema de
mantenimiento de las banquetas de la ciudad. Imaginemos que las
concesionó a particulares para que cada banqueta sea óptima, sin
agujeros, ni variables en el pavimento, ni problemas de accesibilidad.
Los concesionarios cobrarían un derecho de paso con una tarifa mínima
–de centavos– que garantizaría el buen estado de las banquetas y la
infraestructura urbana con que cuentan.
Al paso de los años, las concesiones seguro serían muy competidas y
acabarían quedando en manos de grupos de poder afines a quien las
reparte, cada banqueta requeriría de personal para realizar los cobros y
el costo de la tarifa sufriría presiones por aumentos inflacionarios en
el cemento y otros insumos. Seguramente pronto, tendríamos
organizaciones enormes de concesionarios solicitando aumentos a las
tarifas establecidas y sindicatos de trabajadores de la industria
banquetera exigiendo mejores condiciones laborales.
Escucharíamos todo tipo de argumentos: algunas banquetas reciben a
miles de peatones mientras otras son apenas caminadas; la tarifa apenas
alcanza, es imposible implementar mejoras; hay usuarios que caminan
hasta diez banquetas al día y es incosteable para alguien que gana una
salario mínimo.
El pulpo banquetero pronto tendría el poder suficiente para realizar
un paro del servicio que paralizaría a la ciudad al no poder hacer uso
de sus banquetas y que le serviría de chantaje en la negociación de las
tarifas. Veríamos a organizaciones estudiantiles exigiendo descuentos,
ambientalistas promoviendo transitar paulatinamente del esquema de
hombre-banqueta al esquema barrio-empresa, convocatorias a dejar
masivamente de caminar. Los políticos en cada campaña prometerían
mejoras y subsidios, incluso gratuidad para estudiantes “para que puedan
ir a la escuela”.
Seguramente, se crearía una comisión de tarifas donde estudios
técnicos determinarían el costo que debería tener caminar por una
banqueta, y seguramente la fórmula sería tan compleja que nadie la
entendería. Esta comisión, podría ser conformada por los mismos
concesionarios, sindicatos y políticos pertenecientes a grupos de poder
afines. Seguro no habría ni una silla para el usuario de a pie. Si
alguien insinuara que estábamos mejor cuando las banquetas eran un
servicio público, brindado por el estado, cuyo servicio dependía
únicamente del pago de impuestos que todos de todas maneras hacemos, lo
tildaríamos de radical y anacrónico.
Ahora regresemos a la realidad, ese problema no existe, las banquetas
siguen siendo administradas y subsidiadas al 100 por ciento por el
estado y todos compartimos la idea de que así debe de ser. Ofrecer la
posibilidad de desplazarse en distancias mayores a las caminables es
también una obligación del estado. Es obligación de los gobiernos
garantizar la existencia de sistemas de transporte colectivo eficientes y
de calidad que permitan el libre desplazamiento de personas.
Si la enredadera de concesionaros del transporte público e intereses
que crearon en torno a ellos, no resulta funcional para mejorar
radicalmente el servicio, con una tarifa accesible para todos, entonces
lo razonable sería retirar las concesiones y recuperar el control del
estado. Como con las banquetas.
Originalmente publicado en Milenio.
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