Imagina por un momento un aumento exponencial en el costo de la
gasolina y otros combustibles. Multipliquemos por ejemplo el costo
actual por 10. Pongamos el litro a 100 pesos. ¿Qué pasaría?
El
primer impacto se vería en el sistema de distribución de mercancías y su
costo. Un refresco de cola, por ejemplo, sería incosteable ya que nadie
podría pagar el precio de un producto que absorbe mayoritariamente en
su costo final el costo de su distribución. La tendencia sería a que
estos productos desaparecieran y seguramente serían sustituidos por
productos locales sin costos de traslado y con mecanismos de
distribución no motorizada al interior de las ciudades.
Otro
impacto significativo sería en el ámbito inmobiliario. Las viviendas
ubicadas en cotos cerrados o alejados de la ciudad, donde se depende del
uso del automóvil hasta para conseguir un litro de leche, sufrirían una
inmediata depreciación de valor al convertirse en guetos cada vez más
difíciles de habitar y sufrirían una irreversible tendencia al
deterioro. Las propiedades céntricas, rodeadas de comercios y servicios
alcanzables a pie, serían las mejor cotizadas y la tendencia orillaría a
mejorar esos entornos urbanos ya que los municipios recibirán pagos por
predial más altos.
Si usted tuviera que pagar 4,000 pesos por
llenar el tanque de un vehículo automotor pequeño, seguro solo lo usaría
en caso de emergencia y nunca para sus desplazamientos habituales. En
la ciudad veríamos a muchísimas personas caminando y en bicicleta todos
los días, los índices delictivos caerían radicalmente ya que se sabe que
es más difícil efectuar asaltos en calles muy habitadas. Además, se
reducirían los accidentes viales prácticamente por completo ante la
ausencia de vehículos peligrosos.
El transporte público viviría
una notable mejora al convertirse en el único modo costeable de
desplazamiento urbano y al aumentar significativamente su base de
usuarios.
En poco tiempo empezaríamos a notar una notable mejora
en el estado anímico de las personas. La reducción del ruido, tan nocivo
para la salud, sería evidente. El aire se limpiaría casi por completo,
todos respiraríamos mejor. Se reduciría el índice de enfermedades
respiratorias y, el hecho de que la gente camine y pedalee en su vida
diaria, reduciría los problemas de obesidad y las múltiples enfermedades
que el sedentarismo ocasiona.
Claro que habría que padecer el
enojo de muchísima gente que simplemente no imagina su vida sin
automóvil. Habría manifestaciones en contra del alto costo de la
gasolina y habría quien demandaría al gobierno por los daños colaterales
que recibirían los desarrollos inmobiliarios auto-dependientes.
Quebrarían negocios que se dedican a la distribución de gasolina y
talleres mecánicos y agencias de autos o cuando menos se reduciría
significativamente el sector.
Sin duda sería un proceso traumático
y difícil como con cualquier adicción, y el adicto, en este caso la
ciudad y su dependencia en el uso del automóvil, sufriría los diversos
efectos adversos de cualquier síndrome de abstinencia.
Pero también como cualquier adicción, al final, una vez superada la etapa crítica, todo estaría mejor.
Originalmente pubilcado en Milenio diario.
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