Lo primero que hice al llegar a Medellín fue preguntarle al taxista
¿qué ciudad es más bonita, Bogotá o Medellín? La respuesta fue
inmediata: Medellín es la mejor ciudad para vivir en Latinoamérica. Y no
sólo lo dice el taxista, la respuesta es abrumadoramente similar en
cada interacción con habitantes de la ciudad, de todos los estratos
sociales.
A pesar de las dificultades presupuestales que enfrentan
las ciudades en países en desarrollo -como Guadalajara- algunas han
logrado políticas públicas exitosas que logran mejorar efectivamente las
plataformas de desarrollo de sus habitantes y sus condiciones urbanas.
Pero ¿cómo? ¿Mágicamente aparece un líder capaz de transformar estas
ciudades en entidades más equitativas, sustentables y aptas para la
felicidad?
De alguna manera, algo que comparten las ciudades que
han logrado transformaciones urbanas significativas es justamente ese
deseo de sus ciudadanos de convertirse en algo mejor como ciudad, como
grupo social identificable. El sentido de pertenencia y la capacidad de
significarse como parte de algo, evoca a un natural sentimiento de amor
hacia el núcleo social al que se pertenece que por lo tanto se defiende y
el día a día de cada individuo se transforma en un constante trabajo
colectivo de cuidado y mejoramiento de la ciudad.
No me refiero a
un nacionalismo simplón de orgullo y distinción que a veces hasta
desemboca en un elitismo discriminante e intolerante a las diferencias,
sino al acto real de sentirse parte de algo más allá del individuo que
implica la construcción de lo común. Del nosotros.
Ninguna
política urbana, por más bien planteada que esté desde lo teórico,
parecería capaz de explotar su potencial transformador si no es
acompañada de una fuerte aceptación e integración al ideario colectivo
de la comunidad a la que pretende servir.
Ningún poder, ni
político, ni económico, es capaz de generar el alto nivel de dignidad
que produce el que la gente de la ciudad se sepa a sí misma parte de
algo más grande y de un proyecto de ciudad que le es propio y en su
beneficio. Ningún gobierno puede en realidad definir qué es lo que
otorgará a sus ciudadanos bienestar.
Guadalajara empezará a
cambiar cuando los tapatíos seamos capaces de reconocernos como iguales,
sin distinciones sociales, ni de niveles educativos, ni de partidos
políticos. Cuando todo el quehacer diario de cada quien incluya el
interés por lo común al mismo nivel que lo individual. Cuando
encontremos en el diálogo callejero, con cualquier transeúnte o con
cualquier taxista, la convicción de que se está en la mejor ciudad para
vivir y para desarrollarse.
Cuando en cada uno de nosotros descubramos el potencial enorme que significa ser parte de esta, nuestra ciudad.
Originalmente publicada en Milenio.
Originalmente publicada en Milenio.
Comentarios
Publicar un comentario