La locura pro automóvil de las últimas décadas ha calado profundamente en nuestros hábitos y en la manera que interpretamos lo que es justo y lo que no. De los años 50 para acá; normas, reglamentos e incluso criterios se han modificado para favorecer indiscriminadamente a su majestad el automóvil.
Los reglamentos de construcción, por ejemplo, exigen mínimos de cajones de estacionamiento que debe tener un desarrollo, ya sea habitacional, comercial o de servicio. En la realidad, la demanda del mercado ha superado por mucho las exigencias reglamentarias, haciendo que hoy se construyan edificios de oficinas con una superficie de estacionamiento construida mayor a la superficie de aprovechamiento, y que los grandes supermercados y centros comerciales puedan desarrollar grandes planchas de concreto y torres de estacionamiento en torno a sus tiendas sin ningún límite.
¿No es tiempo de cambiar esta visión y modificar los reglamentos de manera que se establezcan máximos? Hoy se sabe que la disponibilidad de cajones incrementa los trayectos en automóviles, provoca congestión vehicular y afecta las condiciones de seguridad, la calidad del aire, de ruido y en general, la calidad de vida de todos. ¿Por qué nuestra normativa sigue cuidando que haya espacios para estacionar autos en lugar de protegernos de las externalidades que el incremento de viajes en auto ha provocado?
La expedición de cualquier licencia o permiso se condiciona a la disponibilidad de cajones. Cualquier persona honesta que quiere emprender un negocio, debe, antes que nada, garantizarle a la autoridad que cuenta con el espacio apropiado para albergar a su majestad el auto, ¿por qué y en qué momento decidimos que nuestras leyes fueran para automóviles y no para humanos?
Además está el uso del espacio público. Los automóviles se estacionan en las laterales de las calles -cuyo mantenimiento todos pagamos– en la mayoría de los casos, de manera gratuita. Solo 10 autos estacionados al costado de una banqueta ocupan un espacio que podría ser el de una cancha de basquetbol, una zona de juegos infantiles o el de 10 árboles de copa grande. ¿En qué momento preferimos como sociedad que nuestro espacio público fuera secuestrado por carros? ¿Y por qué no cobramos su uso?
A mucha gente, le parece excesivo e injusto el cobro de estacionómetros en la vía pública. Sin embargo cuando se trata de cobrar por entrar a un parque o a una unidad deportiva les parece razonable para sustentar el mantenimiento de las instalaciones.
El mantenimiento de las calles nos cuesta mucho más ¿Por qué aceptamos cederlo a albergar temporalmente fierros de manera gratuita?
Los estacionómetros han demostrado ser una estrategia efectiva de desincentivar el uso del automóvil; el cobro que se hace podría cubrir los gastos de mantener el espacio público y hasta sobraría dinero para garantizar que nunca se vuelva a cobrar la entrada en parques y espacios públicos recreativos.
¿O quién es el que debe pagar?
Originalmente publicado en Máspormás
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