Por Guillermo Merelo.
El fenómeno público se caracteriza por un sinnúmero de factores negativos, perennes y endémicos. Su presencia día tras día ha hecho de éste, un mundo de códigos particulares, más asociados con los esquemas tradicionales de familia que de aquellos relacionados con la calidad en los servicios prestados a la ciudadanía.
La fidelidad y la traición en el servicio público se ejercen en paneles traslúcidos y, por lo tanto, peligrosos. Los pleitos de familia en los que el sentido de pertenencia juega un papel fundamental se trasladan nocivamente a una arena infestada por tantas otras figuras negativas —falta de preparación, corrupción, patrimonialismo, trafico de influencias—, cocinando un caldo de sabor amargo para el comensal, es decir, el ciudadano de a pie.
El papel que juega la imagen de la traición es de particular importancia. Desde la conformación de equipos de trabajo, el funcionario público promedio demuestra una mayor preocupación por allegarse funcionarios más fieles que eficientes. En este juego se perdona todo: la mediocridad, la prepotencia, inclusive la corrupción, pero la traición, entendida como la actuación fuera del canon del grupo, sin importar sus motivos jamás será perdonada.
De hecho, la denominación “empleados de confianza”, tras la que se ocultan una serie de oscuras figuras de abuso es, quizá, la prueba más clara de una visión posrevolucionaria de la administración pública mexicana.
En el jardín de las delicias utópicas, la confianza se obtiene primero a raíz del conocimiento de la persona. Hasta ahí la ecuación parece cuadrar de manera prístina, casi árabe. Cuando el cuadro deseable no conlleva más allá de la relación social, la cosa cambia. La potencialidad del funcionario cambia su base desde figuras como la eficiencia, la justicia, la democracia o cualquier otro valor posmoderno, a una simple, llana y deleznable figura de cacicazgo administrativo, de compadrazgo político. Un espacio en el que la crítica responsable se mantiene a raya la mayor parte del tiempo para anteponer el interés personal sobre la esfera de lo público.
Los códigos que sobre esta figura se han transmitido generación tras generación se asimilan a figuras más cercanas a las mafias que a la clase universal señalada por Hegel. En ellos los silencios, la subordinación absoluta, la nula existencia de la crítica —consustancial al progreso— dan paso a redes que se movilizan de puesto en puesto arrasando en su llegada con un cúmulo de experiencias operativas.
Por supuesto, cabe destacar que excepciones menores ocurren, y que existen funcionarios públicos que se han ganado la confianza de sus patrones a través de los resultados de su trabajo, sin embargo es más fácil hacer cantar a un asno que dar con ellas.
La alternancia en el poder —tan mentada desde hace ya algunos años— no parece haber inyectado la medicina adecuada para tan mórbida situación.
Los vínculos no desaparecen, se heredan. Se aprovechan bajo la seguridad que da a los recién llegados la eternización en el poder que tanto criticaron en campañas. Es la coronación de lo emético, la sublimación de lo más bajo del propio sistema, aquel que resulta imposible transformar.
Es posible que escriba algún día un volumen acerca de mis terribles experiencias con la denominada “pérdida de la confianza”. En él, seguramente lo anecdótico podrá ser factor de éxito, pero el reto real sería lograr construir desde la experiencia cotidiana una teorización que permita vislumbrar alternativas de cambio. Autores valientes ya han dado los primeros pasos, pero siempre desde la comodidad que da ver Roma incendiarse a lo lejos.
Por lo pronto, mis fidelidades se ubican en el terreno del bien público. ¿Acaso estaré en problemas?
publicado en emeequis.
La fidelidad y la traición en el servicio público se ejercen en paneles traslúcidos y, por lo tanto, peligrosos. Los pleitos de familia en los que el sentido de pertenencia juega un papel fundamental se trasladan nocivamente a una arena infestada por tantas otras figuras negativas —falta de preparación, corrupción, patrimonialismo, trafico de influencias—, cocinando un caldo de sabor amargo para el comensal, es decir, el ciudadano de a pie.
El papel que juega la imagen de la traición es de particular importancia. Desde la conformación de equipos de trabajo, el funcionario público promedio demuestra una mayor preocupación por allegarse funcionarios más fieles que eficientes. En este juego se perdona todo: la mediocridad, la prepotencia, inclusive la corrupción, pero la traición, entendida como la actuación fuera del canon del grupo, sin importar sus motivos jamás será perdonada.
De hecho, la denominación “empleados de confianza”, tras la que se ocultan una serie de oscuras figuras de abuso es, quizá, la prueba más clara de una visión posrevolucionaria de la administración pública mexicana.
En el jardín de las delicias utópicas, la confianza se obtiene primero a raíz del conocimiento de la persona. Hasta ahí la ecuación parece cuadrar de manera prístina, casi árabe. Cuando el cuadro deseable no conlleva más allá de la relación social, la cosa cambia. La potencialidad del funcionario cambia su base desde figuras como la eficiencia, la justicia, la democracia o cualquier otro valor posmoderno, a una simple, llana y deleznable figura de cacicazgo administrativo, de compadrazgo político. Un espacio en el que la crítica responsable se mantiene a raya la mayor parte del tiempo para anteponer el interés personal sobre la esfera de lo público.
Los códigos que sobre esta figura se han transmitido generación tras generación se asimilan a figuras más cercanas a las mafias que a la clase universal señalada por Hegel. En ellos los silencios, la subordinación absoluta, la nula existencia de la crítica —consustancial al progreso— dan paso a redes que se movilizan de puesto en puesto arrasando en su llegada con un cúmulo de experiencias operativas.
Por supuesto, cabe destacar que excepciones menores ocurren, y que existen funcionarios públicos que se han ganado la confianza de sus patrones a través de los resultados de su trabajo, sin embargo es más fácil hacer cantar a un asno que dar con ellas.
La alternancia en el poder —tan mentada desde hace ya algunos años— no parece haber inyectado la medicina adecuada para tan mórbida situación.
Los vínculos no desaparecen, se heredan. Se aprovechan bajo la seguridad que da a los recién llegados la eternización en el poder que tanto criticaron en campañas. Es la coronación de lo emético, la sublimación de lo más bajo del propio sistema, aquel que resulta imposible transformar.
Es posible que escriba algún día un volumen acerca de mis terribles experiencias con la denominada “pérdida de la confianza”. En él, seguramente lo anecdótico podrá ser factor de éxito, pero el reto real sería lograr construir desde la experiencia cotidiana una teorización que permita vislumbrar alternativas de cambio. Autores valientes ya han dado los primeros pasos, pero siempre desde la comodidad que da ver Roma incendiarse a lo lejos.
Por lo pronto, mis fidelidades se ubican en el terreno del bien público. ¿Acaso estaré en problemas?
publicado en emeequis.
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