No hay modo de transitar hacia una movilidad sustentable sin provocar
cambios de hábitos en el ciudadano común. Cambios de hábitos que
implican la pérdida de aquellos privilegios que resulten nocivos para la
comunidad. La disponibilidad de cajones de estacionamiento es un
ejemplo.
Por décadas, la silenciosa promoción del uso del automóvil nos ha ido
habituando, poco a poco, a tolerar sus externalidades. Cada año
millones y millones de pesos son gastados por nuestros gobiernos en la
construcción de infraestructura para autos sin que se detenga la
congestión vehicular; el 85 por ciento de la contaminación en nuestro
aire proviene de automóviles; ni que decir del ruido, de las muertes por
el aumento de accidentes en nuestro espacio público o del agotamiento
de nuestros recursos energéticos.
Pero además de las externalidades negativas, ambientales y
económicas, la dependencia en la movilidad por auto también reduce la
posibilidad de interacciones humanas. Los autos mantienen secuestrado el
espacio público de la ciudad sin que nadie se inmute. Cerca del 80 por
ciento de la superficie de propiedad pública de la ciudad está destinada
al tránsito y al estacionamiento de automóviles.
Todos los días en Guadalajara, casi dos millones de autos realizan
viajes que, en algún punto, requieren de un cajón de estacionamiento
cercano al punto de destino. Si un auto estacionado ocupa ocho metros
cuadrados en promedio, en todo momento al menos 900 hectáreas de nuestro
espacio sirven sólo para albergar automóviles. 900 hectáreas de
pavimento que tienen un costo que pagamos todos, que requieren
mantenimiento diario y que mayoritariamente ofrecemos gratis al vehículo
privado. Sin darnos cuenta, destinamos más metros cuadrados a
estacionamientos que, por ejemplo, a parques.
Y eso, es solo dentro de la ley, porque habría que agregar los
incontables autos estacionados sobre banquetas, en doble fila o en
lugares prohibidos, en algunos casos, incluso, tolerados por las
autoridades.
¿Qué pasaría si un día, alguien, simplemente sacara una mesa, unas
sillas y una sombrilla para desayunar en el espacio en el que
habitualmente hay un auto estacionado? ¿Lo tildaríamos de loco? ¿Por qué
nos resulta tan ajeno e invasivo el uso del espacio público cuando
vemos actividades humanas y tan normal cuando alguien estaciona su auto?
¿Qué pasaría si quitamos toda una hilera de autos en una manzana y
dejamos que la gente camine en una banqueta más amplia y digna? ¿Qué
pasaría si instalamos un jardín?
Lo sabremos el próximo sábado 22 de septiembre. Para celebrar el día
mundial sin autos, diferentes colectivos y organizaciones ciudadanas
tomarán espacios públicos del barrio de Santa Tere; habitualmente
invadidos por autos estacionados; para realizar diferentes actividades
comunitarias y claro, para divertirse.
Con suerte, en un futuro no muy lejano entenderemos el daño que hemos
hecho a nuestra ciudad restándole áreas de esparcimiento y convivencia
comunitaria para cedérselo a simples automóviles. Y con más suerte aún,
veremos la implementación de medidas gubernamentales que tengan como fin
reducir la oferta de cajones. Medidas que aunque impopulares y
arriesgadas en el corto plazo, obtendrían gran aprobación social en la
medida que muestren sus efectos benéficos a la sociedad.
Originalmente publicada en Milenio.
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