Una democracia está obligada como tal a otorgar a los ciudadanos
condiciones de equidad que permitan su desarrollo. Ese es el punto
central de un sistema democrático. Establecer diferencias es
característico de monarquías, donde una clase superior supone tener
derechos divinos sobre los demás o de regímenes totalitarios en los que
unos se imponen a los otros.
El siglo XX significó grandes avances
en materia de equidad. Estados Unidos, por ejemplo, vivió una
revolución en torno a los derechos civiles, principalmente de los
afroamericanos, en los años sesenta. El mundo derrotó la segregación
racial de la Alemania hitleriana o del apartheid sudafricano. Las
mujeres han dado grandes brincos en el reconocimiento de sus derechos en
grandes partes del mundo. Cada vez más y en más lugares del mundo se
reconoce el derecho de los homosexuales a llevar una vida normal y
obtener respeto a su preferencia.
En México, y más especifico en
Guadalajara, los mecanismos de discriminación han permanecido por
décadas, sutiles, nunca sobre evidenciados y se han arraigado en la
cultura local haciendo creer a muchísimas personas que son lo normal. Y
no lo son.
Una sociedad que busca constantemente crear espacios de
exclusión a donde solo pueda acceder un sector de la población es una
sociedad que abiertamente discrimina y limita las posibilidades de
desarrollo de su propia gente. Y el elitismo, esa forma de
discriminación tan característica de esta ciudad, no puede disimularse
en el espacio urbano.
Si bien, a principios del siglo pasado, la
elite tapatía se alejó del centro para instalarse en las colonias y
comenzar a distinguirse unos de otros, paulatinamente la obsesión ha
venido creando los enormes monstruos urbanos que representan las largas
bardas en torno a fraccionamientos a los que, a todas luces, se les
tolera el ejercicio diario de discriminación.
Estos cotos
disgregan la ciudad, generan inseguridad en los alrededores, limitan el
libre tránsito de las personas, ya sea a pie, en auto o en bicicleta y
provocan los problemas de movilidad correspondientes. Además suelen
bloquear grandes porciones de territorio y permitir el acceso solo a
aquellos que se identifiquen plenamente y dejen en una caseta
identificación en prenda. Como si el ciudadano común para cruzar de un
lugar a otro tuviera que demostrar no ser un delincuente.
Los
gobiernos están obligados a garantizar el libre tránsito que otorgue las
condiciones de equidad necesarias a la población. Es su razón de ser,
si no ¿para qué querríamos tener un gobierno?
Argumentar que
dentro de esos guetos vive gente muy poderosa y que por eso se otorgan
derechos especiales equivaldría a reconocer una disfuncionalidad del
sistema para beneficiar a sus propios gobernados.
Urge darnos cuenta que la ciudad es de todos y no del que tiene el dinero para pagarla. La ciudad no está a la venta.
Originalmente publicada en Milenio diario.
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