Todos respiramos el mismo aire.
Cuando hablamos de movilidad y de la
problemática que ocasiona es común que hagamos referencia a la pérdida
de productividad que las congestiones de tráfico ocasionan; que hablemos
del estrés al que cualquiera es sujeto tras estar estancado en un
embotellamiento; que hablemos de la pérdida de espacio público
habitable, de áreas verdes y de fincas patrimoniales; que hablemos del
deterioro de la capacidad presupuestal de los gobiernos por invertir
gran parte de los recursos en infraestructura para automóviles.
Pero
el problema más grande que la movilidad orientada al automóvil nos está
generando es el deterioro constante de la calidad ambiental en la
ciudad. Si bien nos hemos acostumbrado, sin darnos cuenta, a tolerar el
ruido de los automóviles, no es mentira que éste afecta constantemente
nuestro estado de ánimo. Más grave aún es la mala calidad del aire, que
podría pronto convertirse en el factor principal de enfermedades
respiratorias en la población.
Respirar es la primer condición
vital de los humanos, antes incluso de beber agua o comer. No hay modo
de explicar cómo es que hemos construido sistemas de movilidad que
atentan contra esta condición tan fundamental para vivir.
Transformar
este sistema, sin duda requiere la participación decidida de las
autoridades para cambiar los hábitos de los habitantes de la ciudad y
generar condiciones que incidan en las decisiones de movilidad
-favoreciendo el uso de medios sustentables y complicando el del
automóvil- pero también la conciencia del usuario y el entendimiento del
problema puede ser un factor importante en la toma de decisiones del
ciudadano común.
Al evitar usar un automóvil, por ejemplo, se deja
de contribuir a la producción del 85 % de la contaminación atmosférica,
que proviene de los automóviles privados y no, como erróneamente se
cree, de autobuses públicos, responsables de menos del 3% de las
emisiones en el aire citadino, e industrias.
Aunque un autobús
genera emisiones mayores a las de un auto, cuando las medimos contra la
cantidad de personas que se desplazan resulta infinitamente menos
contaminante. Además en la ciudad hay solo 5,500 unidades de transporte
público contra 2 millones de autos privados.
No usar el auto no
debiera ser tan difícil si consideramos que casi el 80% de los viajes en
la ciudad son a distancias menores a 6 kilómetros. Dejar el auto en
casa para hacer un trayecto a bordo de un autobús o de una bicicleta es
en sí mismo una renuncia a seguir incrementando el problema.
Gran
parte de los desplazamientos en bici o a pie son por rutas relativamente
seguras y que cualquiera podría efectuar. La bicicleta es un vehículo
que permite desplazamientos cortos con agilidad y simpleza que no genera
emisión alguna. Y aunque moverse en bici es una decisión más difícil de
emprender, rara vez un usuario habitual de la bici dejará de serlo.
Movernos
por la ciudad puede ser muy eficiente si logramos intersectar el uso de
diferentes modos: en un tramo puede ser mejor caminar, en otro tomar el
tren o un taxi y en alguna ocasión ¿por qué no? un automóvil cuando sea
muy necesario.
Pero debemos estar muy consientes que cada que decidimos un modo de transportarnos decidimos también que aire queremos respirar.
Originalmente publicada en Milenio Diario.
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